¡Uf, Señor - que se decía
cuando era aún un enano -
qué alivio y tranquilidad,
qué sosiego, qué descanso!
¡Al fin sé cuál es mi lengua!
Y me lo ha dicho el Senado,
así que de buena fuente
es el agua, de buen caño;
que a lo que hay en los periódicos
ya no se puede hacer caso,
y a lo que se habla en la radio
o en esta tele, otro tanto,
que no por ser periodista
se habla bien el castellano.
¿Adonde hay, pues, que mirar?
Como mínimo al Senado,
de él para abajo, ninguno.
¡Qué dolor, qué sobresalto!
Ya de nada estoy seguro
y cada tres o cuatro años
habré de comprar diez tomos
de algún nuevo Diccionario
y estar a la última moda
y no pasar por aldeano,
que se lo pone difícil
la Academia a su rebaño.
Hemos hallado el secreto:
Hay, lector, dos diccionarios.
Uno es el de andar por casa
en calzón, bata de baño,
o en zapatillas, pijama
y el periódico en la mano.
Y el otro es el de la foto,
que se monta el escenario
y parecemos sesudos
próceres de guante blanco.
El uno es la realidad,
el otro es un puro apaño.
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