Ahora que nos hemos familiarizado con nuestros protagonistas, vamos a aplicar nuestra inteligencia para deducir qué pudo pasar con los textos sagrados cristianos originales, los escritos en griego por Eusebio y Osio. Hay una dato que nuestro lector posiblemente conocerá: Entre los años 382-384, el que más tarde sería San Jerónimo tradujo los textos preparados por Eusebio y Osio del griego al latín (la Vulgata) y la Iglesia dio orden de que nadie manejara los textos griegos ni los tradujera, bajo amenaza de grandes penas. No es demasiado aventurado conjeturar, sabiendo lo que sabemos, que habían descubierto a Simón y estaban poniendo contra-medidas. Lo que ahora se intenta es centrar la atención del lector en la historia de la versión griega, la que contenía las firmas, y tratar de reconstruir su divulgación y su utilización.
El primer acto lo conocemos con pruebas documentales casi infinitas, la génesis de los textos griegos, su elaboración por Eusebio, alias Simón, y por Osio. Conocemos asimismo el acto final, contando con el apoyo del Emperador Graciano, Dámaso, el obispo de Roma (366-384) ordena a su secretario Jerónimo quitar de en medio tan comprometedores textos y traducirlos al latín de modo que se pierda todo rastro de las firmas delatoras de Eusebio.
Ahora se trata de razonar para averiguar cuándo fue descubierto Simón y por qué la contra-medida se tomó precisamente el año 382. Una primera tentación sería aceptar que la contra-medida es simultánea al descubrimiento. En cuanto se dieron cuenta de que estaban sentados sobre un polvorín, desplazaron la atención de los libros cuajados de firmas a otros que no las contuvieran en absoluto. Sobre este tema he de decir que descubrir las firmas es juego de niños en cuanto se ha descubierto lo que llamo "la puerta del laberinto". Dicha puerta, como se indicó con detalle en el libro "Simón, opera magna", se encuentra al final del Martirio de Policarpo de Esmirna. Hoy en día, tal obra es completamente desconocida, objeto de los estudiosos que no tiene otra cosa que hacer, como el que suscribe. Pero en los primeros tiempos no fue así. Por algo se escribieron. Y si hacemos caso a los cronicones, obras como El Pastor de Hermas o los Evangelios apócrifos gozaron del favor del respetable, aun siendo auténticos engendros desde un punto de vista moderno. Por tanto, no es conjeturar, sino dar por buena la visión mágica de nuestros lejanos antecesores, la suposición de que varios grammateos leyeron detenidamente las obras recién escritas y alguno habría que se fijaría en ese Martirio y en su final. Y encontrado el acróstico más visible de cuantos Simón dio a la luz, tuvo que obtener inmediatamente las primeras firmas, como hizo el autor de estas líneas sin ser grammateos.
De ahí a denunciar la labor de Eusebio a las autoridades competentes no medió un suspiro. Tengo para mí que la labor de fabricación y multiplicación de los primeros códices se llevó de manera oculta, conociéndolo sólo los autores y los copistas, no el gran público. Formaba parte del secreto imperial. La presentación se hizo en la reunión de Nicea y sería después de este acto, con los textos repartidos por todo el Imperio, cuando se comenzaría la organización de la red de jerarquías. Sería absurdo imaginar otra cosa que sino que a Nicea acudió una selección de personas afines, elegidos por su fidelidad a Constantino, con la salvedad del reducido equipo de defensores del Conocimiento, a los que había que reducir a obediencia. Los primeros "obispos" fueron, por tanto, obispos digitales. Y éstos, a su vez, nombrarían en su "diócesis" a personas de confianza para comenzar a predicar la religión imperial. Los primeros fieles creyentes comenzaron a acudir a las incipientes reuniones a partir del año 326 y se nutrían de las ricas enseñanzas de los libros en griego, preparados para ellos.
Alguno de estos fieles o alguno de los recién incorporados "sacerdotes" sería grammateo y descubriría el doble engaño de las firmas. Y, raudo, lo pondría en conocimiento de su amigo el obispo. Éste lo transmitiría con un correo de confianza a la cabeza suprema de la joven y pujante jerarquía, a Osio. Y Osio, conocedor del tema y del carácter de su Emperador, se lo pensó dos veces antes de delatar a Eusebio ante Constantino.
Hay un sucedido relativo a Constantino que no referí en su momento y que haré ahora. Los tres hijos del Emperador que el lector conoce no fueron los únicos hijos del mismo, ni siquiera los mayores. Constantino tuvo dos mujeres y de la primera tuvo un hijo, el primogénito, de nombre Crispo. La madre murió y Constantino volvió a casarse con una mujer más joven que él, Fausta. Creció Crispo y ayudaba a su padre en las tareas de gobierno. Y fue después de Nicea cuando Fausta acusó a Crispo de incesto. Con ella. El padre creyó a su mujer, juzgó a su hijo primogénito y lo condenó a muerte. Y dejó de ser su primogénito. Tiempo después, en palacio no hay manera de mantener los secretos, Constantino se enteró de que Fausta le había engañado y que había logrado que fueran sus propios hijos y no el hijo de la primera mujer quienes sucedieran a su padre. Entonces Constantino ordenó la muerte de Fausta, lo que sucedió.
Ésta que he referido es una de las versiones. La otra dice que, en efecto, hubo incesto. Que Constantino se enteró, por lo de los secretos imposibles, y condenó a muerte a su hijo primogénito. A Fausta la condenó a abortar y en el acto del aborto, Fausta murió. Todos los funcionarios de palacio consolaron al pobre e ilustre viudo, engañador engañado.
Sea las cosas como fueran, Osio tuvo en cuenta que Constantino no perdonó a su propio hijo y tampoco le iba a perdonar a él. De modo que no es una conjetura arriesgada suponer que si el doble engaño de las firmas fue descubierto en tiempos de Constantino, éste no llegó a tener conocimiento del mismo. Claro que a (descripción de los 2 Eusebios y de Atanasio, el martillo de Arrio) Eusebio se la tendrían guardada todos los partidarios de la nueva religión. Y a la muerte de Constantino, el campo estaba abierto para hacer justicia de manera solapada. Esta versión es la que he adoptado en el libro y se refleja al final del capítulo tercero, en el testamento de Eusebio. Y ello porque en algún libro había leído que Eusebio murió muy pocos meses después de hacerlo su Emperador.
Demso un salto de casi 50 años hasta el año 382, año en que el emperador Graciano, aconsejado por San Ambrosio, obispo de Milán, da los primeros signos de favorecer el Cristianismo, según vimos ayer. Y en el mismo año,(ver texto entre 382 y 384) el obispo de Roma Dámaso, también santificado, encarga a su secretario Jerónimo que proceda a la traducción de los libros de Eusebio al latín. Jerónimo ha llegado ese mismo año, casualidades de la vida, a Roma. Pero el dato principal es que el primer signo de favorecer el Emperador el cristianismo y el iniciarse la traducción de los libros sagrados a otro idioma distinto al griego de manera organizada y profesional se dan en la misma fecha.
Esto parece apuntar a que para moverse en cualquier aspecto, había que contar con el favor del Emperador. Yendo un poco más lejos, llegamos a una conclusión lógica: La religión era cosa del Emperador, no de la casta sacerdotal. Y avanzando un paso adelante, el Emperador no profesaba ninguna religión. Ningún Emperador de los que hemos conocido fue cristiano. En efecto, Luciano no fue cristiano, por lo que no pudo apostatar de una religión que nunca fue la suya. Constantino tampoco fue cristiano, no se convirtió al cristianismo. ¿Cómo iba a convertirse a su propio invento? La leyenda de que se bautizó en su lecho de muerte, y que le bautizó Eusebio de Nicomedia no se tiene en pie. ¡Eusebio de Nicomedia era partidario del Conocimiento! Los hijos de Constantino tampoco fueron cristianos, Constancio no lo fe. No apoyó la religión oficial de su padre. Tampoco Joviano, en sus pocos meses de reinado y caminando de Mesopotamia hacia Constantinopla, tuvo ocasión de demostrar sus preferencias. Valentiniano tampoco lo fue, fue un Emperador imparcial, tolerante. Y lo mismo vale para su hijo Graciano hasta que el obispo Ambrosio de Milán le convence de que le conviene favorecer la religión que iniciara Constantino.
Defiendo que algunos Emperadores favorecieron de modo claro la religión de Constantino. Y fueron el propio Constantino, Graciano, en su segunda época (382-385) y Teodosio. Hay dos períodos, del 325 al 337 con Constantino y del 382 hasta el 395 con Graciano y Teodosio, en los que tres Emperadores favorecen la religión constantiniana. Durante el resto del período, los Emperadores se ocuparon de otros aspectos y fueron neutrales en materia ideológica.
Si analizamos ahora el comportamiento ético de los Emperadores, sólo Juliano dio muestras de tener una concepción ética y ser consecuente con lo que había aprendido de joven. Los demás, lo vimos ayer, vivieron totalmente divorciados de cualquier idea de religión. Hay un detalle que quiero resaltar de Juliano y que se vio en su pequeña biografía de ayer. Y es que tuvo que proteger a los judíos. ¿Por qué? ¿De quién? Porque fue una realidad histórica, como mantengo en el libro, que en los textos creados por orden de Constantino se calumniaba a los judíos, con el famoso deicidio de un Dios virtual. Pero los cristianos del siglo IV no lo sabían y a la vez que se convirtían al cristianismo acumulaban odio hacia los judíos, los asesinos de su inexistente Hijo de Dios.
Pero volviendo a lo que nos interesa, los textos sagrados cristianos originales, en griego, estaban a finales del siglo IV en perfectas condiciones. Nadie les había metido mano, estaban tal y como salieron de la mente de su creador, el binomio Eusebio-Osio. Fueron progresivamente sustituidos por la versión latina, inocua ella. Y los originales en griego, recogidos y destruidos. Por eso nos quedan tan pocos ejemplares. Felizmente no todos los acólitos obedecieron. Alguien no destruyó ciertos ejemplares. Y algunos de ésos han llegado a nuestros días. Nunca un grupo inmenso de personas actúa con uniformidad. Siempre alguien se salta las normas.
Todo lo anterior nos lleva a una historia del siglo IV muy diferente a la que escribieron los vencedores, los sucesores de San Ambrosio. Realmente la tensión ideológica fue muy inferior a la que luego quedarían en las actas. El papa Dámaso (366-384) tuvo la suerte de que el final de su mandato el Emperador Graciano volviera sus preferencias hacia la religión de Constantino, impulsado por el astuto Ambrosio. En vista de ello, Dámaso llamó a Roma a Jerónimo, lo nombró su secretario y le encargó que enmendara la traición de Eusebio de Cesárea traduciendo esos libros al latín. La Vulgata sería en lo sucesivo (ver la descripción inicial y el Concilio de Nicea) de uso obligado en el Imperio. Las versiones de Eusebio, posiblemente, destruidas. La casta sacerdotal premió la labor de los tres personajes con el aura de la santidad: San Ambrosio de Milán, San Dámaso y San Jerónimo. ¡Qué menos ...!
El próximo día veremos otro aspecto de la lucha ideológica, conoceremos quiénes fueron Pelagio, Nestorio y Prisciliano. Herejes, según la falsa historia. Maestros del Conocimiento, diría yo. La casta sacerdotal designada por Constantino seguirá una táctica inteligente en esto: En lugar de reconocer que todos defienden lo mismo, el Conocimiento, dará a cada corriente el nombre de su líder. Arrio defendió el Conocimiento, junto con los dos Eusebios. Nada de eso, los seguidores de Arrio son simplemente arrianos. Los de Pelagio, pelagianos, los de Nestorio, nestorianos, la supuesta herejía de nuestro Prisciliano, priscilianismo puro y duro, por supuesto. Con eso nos despistaron completamente. Siempre habíamos pensado que eran distintas ideas, pero no, son la misma. Pero eso lo veremos mañana. Y no es cuestión de cultura inútil. Es cuestión de saber lo que pasó y ver cómo nos engañaron. Como a seguidores de Mao Tsé Tung.
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